Opinión

El naranjo de mi abuela doña Paz: el árbol que siempre da frutos

Acompañando al naranjo, el preferido de mi abuela.

Doña Paz, Pacecita, era mi abuela. Una mujer encantadora que siempre puso atención a su jardín en Valle de Bravo, especialmente a un naranjo.

20 Nov, 2020
Mi abuela tenía un favorito: el naranjo de su casa en Valle de Bravo.

El naranjo que siempre da frutos.

Doña Paz, como la conocía toda la gente, era mi abuela, la dueña de un peculiar naranjo. Les puedo jurar que no había persona que la conociera, que no viviera enamorado de ella. Y no por guapa, no, por su manera de ser.

Pacecita, como también le decían, tenía que ver con todo el mundo. Con todos hablaba, a todo el mundo saludaba, con todo el mundo se reía y bromeaba. Ayudaba a la gente necesitada, a pobres, enfermos, viejitos y a niños. Obviamente también ayudaba animales. En fin, mi abuela era de esas personas que todos querían cerca porque te llenaba de luz y, al mismo tiempo, te daba paz.

Mi abuela me enseñó a manejar, a patinar, a cocinar, a comer de TODO (cosa que le agradezco infinitamente), a poner una mesa y a saberme comportar. 

Me enseñó a jugar cartas, Rummi, canicas, matatenas y mil cosas más. Pero lo que más recuerdo fue que me enseñó a andar en zancos. ¡EN ZANCOS! Y además, hechos por ella. Fue divertidísimo.

Pero bueno. No venía hoy a presumirles que tuve a la mejor abuela del mundo, sino a platicarles de su naranjo.

El árbol de mi abuela.

Doña Paz, entre todas sus monerías, obviamente también amaba las plantas y le sabía a la jardinería. Tenía una casa en Valle de Bravo, y aunque el jardín de la misma era chico, lo tenía lleno de plantas y árboles. 

Por alguna razón que desconozco, le ponía especial atención a un naranjo, al cual le platicaba y le cantaba. Lo cuidaba mucho más que a las demás plantas del resto del jardín. Lo quería tanto que, cuando se murió, mis tíos y mi mamá decidieron dejar sus cenizas abajo del naranjo.

La temporada de naranjas normalmente es a finales de año. Claro, esto puede cambiar dependiendo los cuidados, el clima y la zona, pero aquí, en Valle de Bravo, normalmente es a finales de año. 

Pues bueno, a partir de que las cenizas de mi abuela se mezclaron con la tierra de su árbol, éste empezó a dar naranjas todo el año. Todo el año sin parar. Naranjas enormes, dulces y llenas de jugo.

El naranjo y yo.

Muchas veces yo me he sentado junto a ese árbol a platicar cosas intensas, tonterías, he llorado y me he desahogado. Por supuesto que he chismeado y me he reído junto a él. ¿Parezco loca? Seguro que sí, pero me sirve de terapia y me divierto mucho. Sé que mi abuela ya no está, pero era su lugar especial y ella hacía lo mismo. Por ahí dicen que todo se hereda.

Hace dos años, por problemas familiares que no vale la pena mencionar en esta ocasión, la casa se dejó de usar por completo casi un año. Tristemente en ese año, al naranjo le cayó una plaga fuertísima que casi lo mata.

Cuando la casa por fin se pudo usar de nuevo, hicimos todo por tratar de salvarlo, pero nada parecía funcionar. 

Llegó marzo del 2020 y con él la pandemia y la cuarentena. 

Yo decidí pasar unos meses en CDMX y otros meses en Valle de Bravo para cambiar de aires y no volverme loca. Cuando llegué a Valle y vi al árbol, pensé: «qué triste ver el naranjo de mi abuela, todo negro, sin hojas, muerto. Ya lo vamos a tener que tirar, son puras ramitas y se ve horrible». Y empecé a hacer mi vida de cuarentena vallesana con mi hermana y mis perros. 

Empezamos a «vivir» la casa. Había gente todo el día (nosotras dos), por lo tanto había voces, pláticas, risas, discusiones. Había perros corriendo y jugando todo el día. Había música. Cambiamos la decoración, movimos muebles, hicimos arreglos, planeamos muchas cosas nuevas para mejorar la casa. Me puse a jardinear, sin el más mínimo conocimiento para hacerlo y todas las noches me ponía a regar. Hubo muchísimo movimiento.

Después de un tiempo, vi como empezaban a salirle hojitas nuevas al naranjo. A la mitad de nuestra estancia, aunque el tronco y las ramas seguían negros, ya tenía más hojas verdes que ramas pelonas y hoy, ocho meses después, si bien no está frondoso y cayéndose de naranjas como en sus mejores tiempos, está lleno de brotecitos nuevos de hojas y lleno de florecitas blancas. Ya hasta nos regaló tres naranjas. Chiquitas y feas, pero ya empezó a recuperarse al 100 y me pone muy feliz. Poco a poco.

En fin, este tiempo de tanta soledad, aislamiento, introspección, locura y miedo, me hizo darme cuenta que ese árbol necesita de mí tanto como yo necesito de él. Al fin y al cabo soy nieta de doña Paz, y si ella hablaba con los árboles ¿Por qué yo no?